jueves, 28 de enero de 2016

DERECHOS COMUNALES DE LOS PASTOS DE LA SERENA SIGLO XVIII

Los derechos comunales suelen quedar oscurecidos en los trabajos de historia
agraria por el peso de los baldíos, propios y (tierras) comunales. Como tantas
veces, lo tangible eclipsa lo intangible (pero no menos importante). Para la
doctrina jurídica actual, sin embargo, los derechos son también bienes (bienes
muebles, claro, como lo son las acciones), y como tales forman parte --junto con
los citados antes-- del patrimonio de los municipios, o del conjunto de los
vecinos

. Más importante, los derechos comunales pueden constituir una pieza
fundamental en la vida económica de determinadas localidades, a costa de
imponer servidumbres muy gravosas a los "propietarios". Aunque resultan más
cambiantes y escurridizos de lo que al historiador le gustaría, su importancia
económica puede ser muy superior a la de los propios bienes raíces. Así ocurre en
el caso que presento a vuestra atención: el de los derechos comunales sobre los
pastos de la Real Dehesa de la Serena, que he podido estudiar para el siglo XVIII.

La Real dehesa de La Serena.
En el curso del siglo XVIII, los vecinos de las dieciocho villas del partido de
La Serena  (La capital, Villanueva de la Serena, y Zalamea, Monterrubio, Campanario, Castuera, Cabeza
del Buey, Magacela , Sancti-Spiritus, Benquerencia, Esparragosa de la Serena, La Coronada,
Quintana, Higuera, Malpartida, La Haba, El Valle, Esparragosa de Lares y La Guarda)

, pugnaron por convertir sus derechos de aprovechamiento
sobre la que fue Real Dehesa de La Serena --un enorme pastizal del maestrazgo
de la orden de Alcántara hasta su venta iniciada en 1744-- en la base firme de un
desarrollo ganadero local. Los pueblos debieron vivir desde muy antiguo de la
especialización ganadera. El paisaje estepario de La Serena --suelos pizarrosos
frágiles, precipitaciones relativamente abundantes, vastísimas llanuras apenas
rotas por unas cuantas sierras bajas y un sinfin de regatos y charcas
remite a
una dedicación ganadera antigua. Tras la conquista cristiana a comienzos del
siglo XIII, es entregada a las órdenes militares de Alcántara y el Temple; tras
algunos avatares, el núcleo de los pastos quedaría adscrito al maestrazgo de la
orden de Alcántara (administrado por tanto a beneficio de la real Hacienda),
constituyendo lo que se llamó la real dehesa de La Serena.
Con una extensión cercana a las ciento ochenta mil hectáreas, los pastos de
invernada de la real dehesa contaban con reputación de ser de los mejores de
Extremadura

. Desde al menos el siglo XVI venían siendo disfrutados por
ganados de trashumantes serranos

, que al menos desde el segundo tercio del
XVII lo compartían con la cabaña del monasterio del Escorial, y desde comienzos
del XVIII cada vez más con algunos grandes ganaderos instalados en Madrid. En
1744, el marqués de la Ensenada promueve la venta de estos pastos, en una
operación que con el tiempo se ampliaría a dehesas de otras órdenes militares y
otras comarcas de Extremadura y La Mancha.
En el cuadro 1 puede apreciarse el buen ritmo de las ventas, que se liquidan
prácticamente en una década (coincidiendo además con el ministerio de
Ensenada). Este ritmo revela que los precios de venta --225 rs. por cabeza de
cuerda, resultado de capitalizar al 2% una renta de 4,5 rs.cabeza/año-- resultaban
atractivos, especialmente para una nueva hornada de potentados trashumantes
instalados en Madrid, en los que la liquidez y las conexiones políticas iban
aparejadas a la necesidad de yerbas para unas cabañas en crecimiento. Las lista de
estos compradores --encabezada por el marqués de Perales que desembolsó más
de 17 millones de reales, seguido por el monasterio de El Escorial, con casi 13
millones y medio-- está repleta de nobles de título reciente, de origen funcionarial
o financiero, radicados en su mayoría en Madrid.
La venta de la real dehesa iba a cambiar el equilibrio entre los distintos
protagonistas de su aprovechamiento. La Corona, que antes la arrendaba
directamente , iría cediendo paulatinamente el papel de propietario a los
compradores, aunque conservaría el de juez y árbitro en los conflictos. Los
antiguos arrendadores de las yerbas -- muchos de ellos medianos propietarios
sorianos y segovianos-- quedaban apartados a medida que los compradores,
ganaderos en su inmensa mayoría, iban tomando posesión de las dehesas. Salvo
los que se apuntaron a las compras, el resto debió sufrir de entrada una
renegociación al alza de la renta y posteriormente un rosario de desahucios que les
obligaron a buscar nuevas tierras
donde acomodar sus ganados, en unos
momentos en que la presión sobre los existentes no lo hacía precisamente fácil.
Los ganaderos de los pueblos de La Serena debieron ver la operación en
principio como una grave amenaza: las condiciones de venta apuntaban hacia una
propiedad más excluyente y unos propietarios más rigurosos en su defensa que el
maestre de Alcántara. Así, el marqués de Perales solicita en su oferta:
"que le han de pertenecer los millares de esta postura con absoluto
dominio, propiedad, perpetuidad y goce desde la próxima invernada
deste presente año" (condición 8)
Sin embargo, antes de vender alguien en el gobierno pensó que podría
aumentarse el valor de los pastos si se prolongase la invernada un mes. Así se
solicitó a los pueblos: si hemos de fiarnos de los papeles conservados, la
negociación resultó sorprendentemente rápida: la orden real de buscar el acuerdo
es de 7 de marzo de 1744; diez días más tarde las villas han otorgado poderes a su
representante y el 13 de abril se firma la concordia entre la Hacienda y las villas,
ratificada por real decreto de 3 de abril. Para cualquiera que sepa de las dilaciones
habituales en cualquier procedimiento de la época, estos dos meses son un lapso
sorprendentemente breve. Ambas partes creían haber obtenido beneficio: la
Hacienda que podía vender unos pastos de invernada prolongados hasta el 15 de
abril (frente al 15 de marzo en que acababa antes); las villas, que amén de otras
ventajas menores, se aseguraban que si no bastaran los propios y baldíos para la
invernada de sus ganados, el Rey (mientras mantenga la propiedad) o los
compradores han de garantizarles las yerbas que necesiten de la dehesa hasta
completar la tercera parte. Es decir, la preferencia o reserva de hasta un tercio de
los pastos de invernada (unas 81.000 cabezas de cuerda), a precio tasado, de la
aunque cuando los compradores carecían de ganados propios los trashumantes conservaban
posesión.
Esto incluye capacidad plena para venderla o traspasarla a su antojo, entrar ganados acogidos
una vez iniciada la invernada y, también poner guardas con capacidad para "prender, prendar y
denunciar ante las justicias del territorio", y la exención del derecho de la tercera parte si pastaba
las yerbas con ganados propios (algo que, aunque se le concede, no podrá aplicar por ir contra los
derechos pactados por las villas).
que serían titulares colectivamente, pues "si algunas villas no lo necesitaren, lo
han de poder gozar otras, que tengan necesidad"

Bienes y derechos comunales en La Serena en el siglo XVIII
Los patrimonios concejiles de los pueblos del partido de La Serena se originan
--como es habitual-- en su reconquista cristiana, en este caso en el marco de las
campañas de Fernando III en Extremadura entre los años 1227 y 1236. Además
de las encomiendas en que se dividió la comarca, las villas obtienen para su sostén
ejidos, dehesas boyales y baldíos de disfrute vecinal, a los que se sumaban otras
posesiones entregadas a tres comunidades: una de siete villa encabezada por
Magacela, otra de cinco con Benquerencia a la cabeza y una última de tres en la
sierra de Lares. Otra porción de tierras (incluyendo quizá parte de las anteriores)
fue cedida por el maestre de Alcántara como propios a los concejos.
En cuanto a sus dimensiones, aún no estoy en condiciones de precisarlas, pero
según los datos del interrogatorio de 1791 los propios y comunes de los pueblos
ocupaban al menos unas 50.000 cabezas de cuerda, a las que habría que añadir al
menos otras 25.000 en tierras de las comunidades de villas.

Se trata de una
extensión considerable, en parte dedicada a la labranza, que permitiría explicar
por qué durante mucho tiempo los pueblos pudieron convivir sin problemas con
una real dehesa ocupada casi exclusivamente por trashumantes.
Si esta somera descripción de la formación de los patrimonios municipales es
tan pobre en detalles como falta de sorpresas, más complicado resulta reconstruir
el origen de los derechos comunales de los pueblos de la Serena si pretende uno
hacerlo con el solo apoyo de la bibliografía

. Tampoco los documentos del
XVIII manejados aportan más allá de algunas indicaciones vagas y poco fiables.

A falta de una filiación completa, podemos al menos establecer cuál era la
situación de estos derechos de aprovechamiento comunal en La Serena tal y como
queda tras la negociación de la concordia de 1744 con la Corona:
a) el derecho llamado de baldiaje permitía la entrada de los ganados de los vecinos
en parte de los pastos (102 de los 243 millares, conocidos como "ancho y baldío
de La Serena") una vez acabada la invernada(15 de abril) , de forma gratuita hasta
San Miguel (29 de septiembre). La concordia hace extensivo este derecho a buena
parte de los 141 millares restantes, con la salvedad de algunas dehesas donde se
limita el aprovechamiento a un mes (hasta 15 de mayo), atendiendo a
salvaguardar las encinas que allí crecían.
b) derecho de yantar y aguas, que permitía ampliar el disfrute anterior hasta el 18
de octubre contra el pago de un canon y cuyo origen parece ser una antigua
servidumbre que permitía a los vecinos cruzar y hasta demorarse algo en los
pastizales mientras llevaban a abrevar sus rebaños. En la concordia se negocia
expresamente que puedan beneficiarse de él también las piaras de cerdos.
c) preferencia de vecinos frente a forasteros para arrendar las dehesas propios y
baldíos de cada término, que se subrogaría en los demás pueblos del partido en el
caso de que los locales carecieran de ganados con los que ocupar los pastos.
d) preferencia de los vecinos para el arriendo de bellota y montaneras, así como
de los agostaderos cerrados (aquellos exceptuados del baldiaje largo)
e) por último, pero en absoluto menos importante, lo que se dio en llamar derecho
de tercera parte se traducía en el reconocimiento a los vecinos de las 18 villas de
prioridad a la hora de arrendar para uso propio, a precio tasado, los pastos de
invernada y tierras de labor de la real dehesa. Ese derecho se hacía efectivo nada
más (y nada menos) que sobre un tercio de la extensión de la dehesa, unos 81
millares, lo más cercanos posible a las poblaciones .

Un catálogo breve, quizá no del todo completo (pues existían derechos a
recoger leña en las dehesas, y algunos otros ), pero que sin duda recoge aquellos
que los pueblos --y tal vez la Hacienda-- consideraron de mayor entidad
económica, y mayor potencial conflictivo. Los orígenes de todos estos derechos
distan de estar claros, y determinar su evolución exigiría un esfuerzo importante,
aunque creo que la documentación lo permite. Empezando por el hecho que
desencadena la concordia de 1744, la fecha de fin de la invernada (15 de marzo)
no parece haber sido "tradicional". En el arriendo de estas yerbas firmado en
1552 por un grupo de ganaderos segovianos, la estancia de los ganados se
extiende hasta mediados de abril, o incluso a fin de este mes (aunque desde
mediados de marzo podían entrar los ganados que tenían reservados los
agostaderos) . Al yantar y aguas parece referirse también este contrato como uso
vigente en La Serena

. En cambio, todo indica que la reserva de la tercera parte
databa a lo sumo de la década de 1720 quizá con algún antecedente anterior, y era
mucho más limitada en principio: Serrano alude a reservas impuestas en el
arrendamiento de las yerbas en 1546, pero o no se cifraba su extensión o se
limitaba a 22.000 cabezas

. Según exponían los mesteños en 1725, el supuesto
derecho se reducía a que Villanueva y las villas del partido alegaban que "desde
inmemorial tiempo estaban en posesión de dárseles para labor y pasto la tierra que
han necesitado de la Real Dehesa"; con posterioridad al reinado de Carlos II ,
debido a la decadencia de sus ganados, dejaron de acudir como tales pueblos a
los arrendamientos , y solo lo hicieron algunos vecinos a título particular, que se
hicieron con hasta 31.148 cabezas de pasto. Ahora, alegando que no les bastaba,
pretenden que se les reserve la tercera parte de las yerbas
. Aunque el Consejo de
Castilla había acabado por apoyar la reclamación de los pueblos, la aplicación
venía resultando muy conflictiva: los mesteños que tenían la posesión de los
millares no estaban dispuestos a cederla por las buenas; los más privilegiados (el
Infante Cardenal, o El Escorial) intentaban directamente eximirse
; se
solicitaban --y se realizaban-- complejas averiguaciones del número de ganados,
habitantes y extensión de los propios de los pueblos; éstos, por su parte , quizá
encizañados por los trashumantes, pugnaban entre sí, aduciendo agravios en la
valoración de su cabaña o los propios del vecino
. Cuando en 1735 Felipe V
aprueba la asignación de tercera parte, los trashumantes aún consiguen un año de
demora, pretextando que un desahucio inmediato les dejaría sin tiempo para
procurarse nuevas yerbas.
De lo que no cabe duda es que los vecinos (mejor dicho, los ganaderos
riberiegos presentes en los concejos) consideraban esta reserva de pastos mucho
más valiosa que el baldiaje. De ahí que renunciaran a éste sin mayores aspavientos
cuando se lo propusieron. El núcleo de la concordia de 1744 es precisamente este
trueque. En su condición tercera establecía que si no bastaran los propios y
baldíos para la invernada de los ganados de los vecinos, el Rey (mientras
mantenga la propiedad) o los compradores en su caso habían de garantizarles las
hierbas necesarias de la dehesa hasta cumplir la tercera parte, que es la misma
"que de mucho tiempo a esta parte gozan algunos vecinos". Antes la condición
segunda garantizaba a los vecinos de cada pueblo (y subsidiariamente los de los
demás) preferencia frente a los forasteros para arrendar las dehesas de su término ,
aunque esta condición parece limitarse a los agostaderos.
. La concordia
consagra, por tanto, "una situación de cuasi-condominio entre los propietarios y
los municipios, al menos desde el punto de vista del disfrute"
. La mejor prueba
de que esta situación satisfacía el grueso de las necesidades de los ganaderos
locales es que los vecinos de La Serena renunciaron a pujar por los pastos, pese a
que nada les impedía hacerlo, como lo prueban un puñado de pujas iniciales en las
subastas, que no tendrían continuidad.
La pugna por los derechos
En estas circunstancias, no era difícil prever que los conflictos iban a
menudear. La mayoría se encaminan hacia los tribunales --lo que nos ha dejado
una voluminosa herencia de papeles--, pero no debemos olvidar que tras los
litigios hay hechos a veces violentos: incendios más o menos intencionados,
pastores que vigilan armados sus rebaños --y se niegan a dejarse desarmar por los
jueces--, guardas que tratan de prendar ovejas en pago de multas, desahucios que
no llegan a realizarse, recogidas de leña calificadas de robo, prisiones de pastores
o de guardas. La cronología de estas disputas tiene dos hitos importantes en los
reglamentos para regular los aprovechamientos dictados por el marqués de los
Llanos en 1755 y (el más importante) por Manuel Ventura Figueroa en 1760.
Los antecedentes cercanos --especialmente el pleito sostenido contra la Mesta
en relación con la tercera parte
debieron poner sobre aviso a los compradores.
Sin duda por ello incluyen en las cláusula de sus ofertas detalles minuciosos que
les garanticen disfrutar de los aprovechamientos
 Incluso intentan eximirse de la
obligación de ceder pastos en concepto de tercera parte, y de hecho consiguen que
mientras queden dehesas sin vender sean éstas (y por tanto la Hacienda y los
posesioneros de esos pastos) las afectadas. También para defenderse de las
pretensiones de los vecinos intentan, cuando es posible, comprar los agostaderos
de las fincas (lo que demuestra que, pese a las declaraciones de las escritura, lo
que compraban en realidad eran sólo los pastos de invernada).
 La mejor prueba
de que sabían lo que se les venía encima fue la petición, formulada por Herrero de
Ezpeleta en que se nombre un juez particular y privativo, alegando que "las causas
de denunciaciones serán frecuentes, ya entre los mismos ganaderos, ya entre éstos
y los vecinos de las villas, porque siendo éstas populosas y situadas en las
inmediaciones de las dehesas es sumamente difícil en la práctica evitar todos los
inconvenientes que resultan de cortes de leña, introducción de ganados y otros
excesos semejantes"
El futuro juez tendrá amplia jurisdicción civil y criminal
en primera instancia, con inhibición de otras, incluida la Mesta.
Trabajo no le iba a faltar: entre los papeles del juzgado se acumular más de
trescientos procesos incoados entre 1744 a 1835. A la implantación de este
juzgado alude en 1791 el magistrado de la Audiencia A.Cubeles como dato
importante para entender la situación de La Serena, pues priva a los pueblos de
jurisdicción, y consecuentemente "de arbitrio para ampliar sus goces, a el paso
que se aumentan de día en día sus vecinos y la aplicación y deseos de adelantar la
industria en labores, plantíos y ganados sin términos para ellos"
 Buena parte de
los expedientes giran en torno al derechos de tercera parte y en ellos los
marqueses de Perales y el monasterio de El Escorial aparecen una y otra vez como
partes. La otra, los pastores o ganaderos de La Serena. Veamos algunos ejemplos:
En 1746, poco después de que la marquesa de Perales tomara posesión de sus
dehesas, se suceden una serie de incendios --tenemos noticias de tres al menos--
en la dehesa del Bercial y la de los Valverdes. En ésta, el fuego prende en
septiembre de 1746 en varios lugares distintos los acusados son los mayorales de
unos ganaderos de Villanueva, que se dice tenían costumbre de "encender los
manchones donde hay cardillo para entrar a pastarlo con sus ganados"; incapaz de
probarle nada, el juez sentencia simplemente que "se publique bando para que
nadie encienda cigarro en el campo ni en las eras ni en otro paraje, ni en las
mieses, ni cerca de ellas, de fin de evitar el que se emprenda fuego en dichas
mieses y pastos"
 En el mes de octubre el fuego prende en la dehesa del Bercial,
que ya había ardido en agosto; de nuevo son acusados unos pastores, a los que se
indicia de culpables por haberse dado a la fuga cuando se les fue a detener. Quizá
fuera coincidencia, pero al dueño del ganado le habían aprehendido poco antes
1.300 ovejas y cabras pastando indebidamente en estas dehesas
El año anterior, el intento de Perales de juzgar a un vecino de Castuera a quien
sus guardias habían capturado con un pie de encina recién talado desembocan en
un grave conflicto de jurisdicciones; las justicias de Castuera se niegan a ceder su
jurisdicción al juzgado privativo, alegando que ésta no les afecta ni anula la
competencia que siempre han tenido sobre cortes de leñas y daños de pastos. El
mismo conflicto se había suscitado meses antes con Coronada
Un conflicto
parecido de jurisdicciones surge en 1755 cuando el marqués de Perales intenta que
la ejecución de los bienes de unos vecinos de La Haba que le debían dinero del
arrendamiento de bellota y agostaderos del Bercial. El abogado de Perales
denuncia de nuevo la "clara coaligación entre dicho alcalde [ordinario de La
Haba], sus parientes y demás hacendados de dicha villa, impeditiva a que la parte
de dicho señor Marqués cobre lo que legítimamente se le está debiendo"
Otro incidente surge en 1756 al hilo del derecho de yantar y aguas, de nuevo
en la dehesa del Bercial. Uno de los guardas del marqués de Perales denuncia que
ha descubierto en las dehesas los días dos y tres de octubre hasta cinco hatos de
ovejas, propiedad de vecinos de Cabeza del Buey, que suman un total de 4.610
cabezas (amén de 70 vacas de propina). Cuando el 6 de octubre, con orden del
juez privativo acude a la dehesa para ejecutar la expulsión de los ganados, el
número de hatos ha subido a diez, con 5.710 cabezas. Cuando se les requiere que
abandonen las majadas, todo responden lo mismo: no lo harán sin orden de sus
amos. El guarda de Perales, junto con el escribano que levantó el acta, y su orden
del juez privativo, se dirigen a la villa de Cabeza del Buey para pedir auxilio a la
justicia. El alcalde ordinario dice que tiene que consultarlo, tras lo cual --podemos
imaginar todo el ir y venir que hubo en Cabeza del Buey esa tarde-- les convoca al
ayuntamiento. Este se reúne a la mañana siguiente (con la asistencia de dos
abogados, por si uno no fuera bastante) y presenta su propia versión de la
situación: sus vecinos tienen "justo título" para "gozar los pastos y beber las
aguas en todo el sitio de La Serena y agostaderos cerrados" desde San Miguel de
Septiembre a San Lucas, "y no limitadamente para llantar las aguas como
diminutamente se ha entendido", y así lo han hecho de doscientos años a esta
parte. Por eso, tienen recurrido el reglamento de 1755 donde se ordena cerrar la
dehesa del Bercial , y como el recurso está pendiente, "debían mandar y mandaron
se suspenda el cumplimiento de dicho despacho para evitar no sólo el
quebrantamiento de dichos reales privilegios, sino también la ruina que estos
vecinos padecerían en la expulsión". El subrayado es del original, y revela el
asombra ante un ayuntamiento que manda suspender una orden judicial.
Debió llover sobre mojado, pues al gobernador de La Serena, el coronel Juan
Domingo de Azedo, que actuaba desde Villanueva como juez subdelegado, no se
le ocurre otra cosa que adjuntar los papeles al expediente, y sugerir a Perales que
reclame sus derechos en Madrid, ante el Marqués de los Llanos, consejero de
Castilla y titular del juzgado privativo. Se reconoce Azedo impotente ante la
pertinaz desobediencia de las autoridades de Cabeza del Buey, confiesa que
carece de medios para imponerse. A Perales esto de los medios le interesa, y
solicita a Llanos que dé "facultad para usar en caso necesario del auxilio de fuerza
militar" (estamos hablando de desalojar ovejas, pero también pastores armados:
Perales quizá exageraba, pero no deliraba)
Llanos desoye la petición, pero
vuelve a emitir un severísimo requirimiento a las autoridades de Cabeza del Buey
para que colaboren con la justicia, con amenaza de graves penas. ¿La respuesta ?
Cuando les llega el despacho de Llanos , ya en septiembre de 1757, dicen "que
suena librado por su Ilustrísima", pero que como no es original firmado de su
mano, sino una mera copia... que no, que no obedecen "dicho llamado despacho".
La cosa se prolonga en octubre de ese año con una expedición de guardas de
Perales --tres a caballo y hasta seis más a pie--, acompañados de escribano, que
van incautando ovejas como prenda a los rebaños que encuentran la dehesa:
acaban conduciendo a Villanueva, fuertemente custodiadas, poco más de 300
cabezas. Curiosamente, esta vez ni una sola es de los de Cabeza del Buey, sino del
vecino Monterrubio. Y aún así a fines de octubre Azedo ordena que se devuelvan
las ovejas incautadas, tras otorgar fianzas
He escogido estos ejemplos para mostrar cómo la pugna había adquirido
dimensiones considerables, empujada por la actitud decidida de los ganaderos
locales, claramente respalda por las autoridades municipales (que son en buena
parte ellos mismos). El estudio detallado de los expedientes permitirá entender
mejor la evolución y desenlace de estas disputas. Me interesa subrayar, en todo
caso, que la partida no estaba ganada de antemano por los compradores, y que las
autoridades --divididas, muchas veces, pues no actúa igual el gobernador de La
Serena, que el juez privativo en Madrid, ni tampoco el administrador de la real
dehesa, dependiente de la Hacienda, ni por descontado las justicias y
ayuntamientos de los pueblos-- se ponían siempre de su parte. El mejor ejemplo,
como veremos es la actuación de Ventura Figueroa cuando sucedió a Llanos en el
cargo de juez privativo conservador de la real dehesa.
La clave del arco de todo el conflicto, sin embargo, estaba en la regulación del
derecho de tercera parte. Es el motivo de las mayores disputas, como reconoce el
el reglamento de 1760. Y si antes de 1744 fueron los pueblos los que sufrieron las
prácticas dilatorias y los recursos judiciales de los trashumantes, la concordia de
1744 y muy presumiblemente la experiencia adquirida propiciaron un cambio de
papeles, en el que los ganaderos locales --especialmente los de los núcleos más
pujantes, como Cabeza del Buey, Castuera o Campanario-- van a aprovechar la
combinación de resistencia continuada y recurso permanente a los tribunales para
defender sus intereses. La presencia de dos abogados en el concejo de Cabeza del
Buey, resaltada antes, es todo menos casual.
La determinación del volumen de tierras de que cada uno de los pueblos debía
disfrutar en razón de tercera parte resultaba complicada, pues debían tenerse en
cuenta tanto el tamaño de las respectivas cabañas como las yerbas de que disponía
en calidad de propios y comunes, e incluso las que los vecinos tenían arrendadas
como particulares. Averiguar todos estos extremos resultó complicado. Un primer
reparto, en 1740 (antes de la concordia) determinó las necesidades totales de los
pueblos (a los que se reconocía una cabañas de 337.477 cabezas
en 58.781
cabezas de cuerda de pastos y otras 6.843 cabezas en tierras de labor. Como se ve,
no se llegaba a las 81.000 cabezas del total de la tercera parte, que era el tope.
Desde entonces hasta 1747 el gobernador de La Serena ordenaba la asignación
concreta de millares a cada pueblo, procurando que fueran de los más cercanos al
lugar. En 1747, sin embargo, se ponen en marcha el procedimiento que será
habitual para la asignación: una junta anual de los representantes de los pueblos
en Villanueva, donde declarasen las variaciones en sus cabañas y propios, así
como los desahucios que iban produciéndose, para ajustar los totales. En estas
juntas arrancan con mal pie --nueve de las dieciocho villas no comparecen a la
primera-- pero serán escenario importante de las disputas
Las complicaciones del reparto no facilitaban las cosas: los pueblos tenían
derecho a la tercera parte, pero se resistían a declarar con precisión la extensión de
las yerbas de que disponían. Los compradores con ganados propios habían
pactado que no se les obligase a ceder yerbas para la tercera parte mientras
quedasen suficientes sin vender (es decir, los primeros desalojados serían los
arrendatarios). Además, la cuestión de qué partidas estaban más cercanas a los
pueblos era disputada. Cuando algún pueblo no tenía necesidad de todas las
yerbas asignadas, los demás podían subrogarse en su derecho, pero debían
demostrar la necesidad (y la asignación era provisional y reversible). Todo ello
significaba desahucios, que debían ejecutarse con determinados plazos y
formalidades. Por último, hay que recordar que la reserva de la tercera parte
implicaba también una tasa del precio, la misma que negociaron en 1745 los
posesioneros de La Serena: 4,5 reales por cabeza por la invernada, pero cuando
empezó a afectar a las tierras enajenadas, los propietarios pretendieron renegociar
el precio. Es fácil imaginar la complicación del asunto, directamente proporcional
al volumen de las alegaciones y pleitos tramitados.
Para tratar de poner orden se dictaron reglamentos sucesivos, uno en 1755
(que sustituía a unas reglas dictadas en 1749), y otro en 1760. La escasa vigencia
de los primeros es el mejor indicio de su pobre eficacia. Un somero análisis del de
1755, redactado por el marqués de los Llanos, permite advertir por qué:
sencillamente, pretendía imponer los intereses de una de las partes: los
compradores. El arranque del reglamento no puede ser más significativo: una
virulenta denuncia de la sistemática desobediencia de los pueblos, que
subarriendan a forasteros las yerbas que se les asignan como tercera parte, y
arriendan también sus propios y baldíos (a mayor precio que el tasado). Sentado
esto, lo que siguen son una serie de regulaciones favorables a los trashumantes,
especialmente los compradores de la real dehesa: permite que los ganados
forasteros puedan demorarse diez o doce días después del 15 de abril, en tiempo
de rigurosas lluvias y nieves, para evitar daños a sus rebaños. El aprovechamiento
gratuito de los agostaderos se limita a los 102 millares del ancho y baldío de La
Serena; el yantar y aguas debe ceñirse exclusivamente a las yerbas aún propiedad
de la real Hacienda, y no a las ya enajenadas
, se refuerza la preferencia de los
vecinos para arrendar los propios y baldíos de los pueblos (pero también la
prohibición de subarrendarlos), que no puedan reclamar yerbas de tercera parte
hasta demostrar tener ocupados esos propios y baldíos, así como que no se pueda
repartir en concepto de tercera parte posesiones de extensión inferior a un millar
(mil cabezas de cuerda, lo que limita el acceso individual de los pequeños
ganaderos). Otras disposiciones --limitación de la porción que puede labrarse a un
décimo de las tierras de tercera parte, sobre la vigilancia de los robos del fruto de
bellota, prohibición de sacar leña seca de los montes sin licencia expresa de los
dueños y prohibición de entrar cerdos a gozar de la espiga en las tierras de tercera
parte que estén sembradas-- refuerzan la idea de que este reglamento era ante todo
una carta de derechos de los compradores. Hasta la tasa de los pastos de tercera
parte (4,5 rs/cabeza) se formula recalcando que no han de poder pedir rebajas.
Con todo, la cuestión crucial no aparece explicitada en 1755, pero sí en el
reglamento de 1760: el que la reserva de la tercera parte se realizase
íntegramente
 Los pueblos querían los 81 millares, y los compradores trataban
de regateárselos. Manuel Ventura Figueroa, consejero de Castilla, con fama de
inteligente y buen jurista (al menos así le reputaba Campomanes, que no se
caracterizaba precisamente por la generosidad de sus juicios) había recibido el
encargo de La Serena en octubre de 1758. No debió tardar mucho en hacerse
cargo de la situación, a la que pronto imprimió un giro . Para empezar, mandó a
las partes elegir representantes y acudir a Madrid, donde mantuvo con ellos una
serie de reuniones para discutir las peticiones que le habían formulado por escrito.
Luego, propició acuerdos que plasmó en el reglamento de 1760, que aunque dice
que viene sólo a recoger lo que ya estaba en la normativa anterior, en realidad
aclara y zanja con rotundidad las cuestiones principales en litigio. Se trata de una
norma arbitral, que da en muchos sentidos la razón a las reclamaciones de los
vecinos, pero también ofrece a todos un marco ordenado y claro donde
desenvolverse. No hay enormes novedades en este reglamento, pero sí algunas
sustanciales. Significativamente, el preámbulo resulta mucho más equilibrado que
el de 1755, repartiendo entre los pueblos, los compradores y los posesioneros la
responsabilidad de la inobediencia de las normas y los recursos y pleitos
impertinentes. Las novedades en la parte dispositiva son clave: la primera y
fundamental sienta el derecho de los pueblos a disfrutar íntegramente de la
tercera parte (las 81.166 cabezas), siempre que demostrase en las juntas anuales
que tenían necesidad de los pastos (lo que no era difícil, capítulo 1º). En segundo
lugar, dejaba muy claro que bajo ningún concepto los compradores, pese a las
condiciones de sus escrituras, pueden quedar exentos de contribuir con sus tierras
a la tercera parte, tengan o no ganados propios (cap. 2º). Tercero: el
incumplimiento de lo pactado (especialmente, si algún vecino subarrendaba los
pastos asignados, como se había demostrado que hacían), además de una fuerte
multa de 500 ducados, supondría para ese pueblo la pérdida de "su derecho a las
yerbas" (cap. 5º). Cuarta novedad es que en lo sucesivo se convocaba a los
compradores de los millares a la junta anual de asignación de la tercera parte,
"para que expongan y contradigan lo que contra su derecho se conferenciase"
(cap. 7º). Por lo demás, buena parte de los capítulos repetían, con mucha mayor
claridad, lo estipulado en 1744 y 1755: confirma la tasa de 4,5 rs/cabeza, aclara el
yantar y aguas, confirma el derecho de los vecinos a sacar leña seca, pero
pagando un canon a los dueños en reconocimiento del dominio, regula las juntas
del reparto, las condiciones en que puedan subrogarse otros pueblos cuando uno
no necesite las yerbas, etc..
El mejor síntoma de que el reglamento funcionó es que el trabajo en el
juzgado privativo cayó en picado: si entre 1745 y 1763 se ventilaron más de 228
expedientes (no todos son pleitos, pero sí la mayoría), de ahí hasta 1808 fueron
menos de dos al año
 El mismo hecho de que no se reformase el reglamento es
claro síntoma de la solidez del arreglo. Un arreglo, hay que decirlo, que era
esencialmente una victoria de los pueblos, pero aceptable para los compradores.
Es cierto que todavía en 1760 se planteó un litigio importante a propósito de la
tasación de los pastos de tercera parte. En un contexto de precios en fuerte
ascenso, los propietarios intentan, al menos, asegurarse una remuneración mayor,
mientras que los pueblos se aferran a la tasa de 4,5 reales por cabeza, claramente
por debajo del mercado
 El pleito se prolongó hasta 1770, y finalmente el
Consejo sólo admitió que si los propietarios no estaban conformes pudieran
solicitar que se aplicara la tasa general, 6 rs./cabeza como mucho, que ya entonces
resultaba también inferior a los precios de mercado
Reflexiones finales

Resulta excesivo hablar de conclusiones para un trabajo en fase de
elaboración, pero sí quiero apuntar algunas ideas al hilo de este caso de La Serena
que pudieran servir para planteamientos más generales de la cuestión.
La primera se refiere al desenlace de las pugnas. El relato de la lucha de los
pueblos por sus comunales suele pintarse como la historia de un despojo paulatino
e inexorable por parte de los poderosos, llámense Corona, señores feudales u
oligarquías locales (sueltos o combinados). Sin embargo, lo relatado revela que en
La Serena, en este momento al menos, los vecinos no sólo consiguieron
defenderse de los embates de los compradores trashumantes –que a su vez tenían
aspiraciones legítimas a una propiedad plena de lo que habían comprado—sino
que muy probablemente lograron ampliar sus recursos batallando, en los
tribunales pero también en las majadas, por unos derechos que poco tenían de
tradicionales. A falta de un estudio más detallado, pueden avanzarse un par de
datos: el primero, el progresivo aumento de la extensión de tierras reservadas en
calidad de tercera parte: si cuando antes de 1724 los vecinos arrendaban unas
31.000 cabezas en la real dehesa, la asignación de 1740 suma ya un total de
58.781 cabezas, en 1748 (tras la firma de la concordia) suman 77.030 ( y otras
16.737 en propios “sobrantes” de la villa de Zalamea), pero tras el reglamento de
1760 , van a conseguir derechos sobre el tercio íntegro de la real dehesa (81.166),
en su práctica totalidad sobre tierras ya vendidas por la Hacienda
 Otro indicio
no menos fiable del éxito de las villas, es no sólo un considerable aumento de
población, de unos 24.800 habitantes en 1748 a unos 30.400 en 1787, superior
incluso a la media de Extremadura, sino sobre todo el incremento de la cabaña
ganadera, para la que contamos con numerosos recuentos. Si antes de la venta de
las dehesas, y limitándonos sólo al ganado ovino, se contaban como propiedad de
los vecinos de las villas poco más de 200.000 cabezas, estas habían caído en 1748
a unas 153.000 (los testimonios hablan de una grave mortandad en estos años),
pero posteriormente (y hablamos de que los repartos de la tercera parte comienzan
a hacerse efectivos a partir de 1740, pero aumentan en la segunda mitad de la
década) el crecimiento es continuo: unas 180.000 cabezas en 1755, según el
Catastro de Ensenada, y más de 240.00 en 1791, según el interrogatorio de la
Audiencia
 Unas cifras que, además, apuntan a que las yerbas de tercera parte no
bastaban por sí solas a garantizar el sustento de los rebaños, aunque constituyeran
uno de sus pilares. Es cierto que habría que depurar estas cifras, pues los datos de
población no encajan del todo con otros del vecindario de Ensenada (1759), y la
cabaña en conjunto crece menos, aunque la ovina en particular sí lo hace
notablemente, pero como indicio creo que es verosímil. En todo caso, si estoy en
lo cierto, si existe este crecimiento y puede vincularse al éxito en la lucha por los
pastos, estaríamos ante una disputa que no ganan los –en principio—más fuertes,
sino los retratados habitualmente como víctimas: los vecinos de los pueblos.
A este respecto hay que decir también que soy de sobra consciente de que,
aunque hasta aquí he hablado de los pueblos y los vecinos como un todo, los que
llevaron la voz cantante y se beneficiaron de verdad del acceso a estos pastos
fueron, como es sabido, los grandes propietarios ganaderos —grandes en sus
pueblos, medianos al lado de los trashumantes--, quienes además dominaban los
ayuntamientos. El magistrado Cubeles denuncia en su informe de 1791 las
facciones y conflictos en la elección de oficios concejiles, de que "resulta la falta
de equidad en los repartimientos de yerbas, bellotas y tierras comunes de labor" y
añade luego que el asunto es más grave donde los regidores son perpetuos, "siendo
regularmente los mas poderosos y de más ganados "

 El hecho es archiconocido
y difícilmente podría expresarse mejor que lo hizo Fermín Caballero en 1864
Las relaciones juradas de los vecinos de La Serena, detallando uno por uno
cuántas cabezas poseían, permiten comprobarlo, aunque también matizar. A falta
de un vaciado minucioso, la comparación del número de propietarios de ganado en
1740 con el vecindario de 1748 muestra que casi el 40% de los vecinos tenían
algún tipo de animal, aunque fuera sólo algún cerdo, un caballo, unos bueyes o
mulas. En cambio los dueños de lanar --principales beneficiarios de la tercera
parte-- eran muchos menos, unos 300 (menos del 5% de los vecinos), y de ellos,
sólo unos 57 poseían rebaños de más de 1.000 cabezas, aunque acumulaban la
mitad de las 187.000 ovejas propiedad de vecinos. La desigualdad del reparto es
más visible en localidades más pequeñas, como Sancti-Spiritus (122 vecinos),
donde un sólo propietario con 3.500 cabezas acumulaba el 67% de las ovejas del
pueblo. Situaciones parecidas se dan en Magacela, La Guarda, Coronada o La
Higuera. Sin embargo, en las villas de más actividad ganadera y mayor vecindario
--las únicas que superan los 500 vecinos-- la situación era más matizada.
Cuadro 2. Vecinos, propietarios y cabaña lanar en cuatro villas de La Serena.
La situación de Villanueva es una ejemplo de un número grande de
propietarios de ganado: son sobre todo 239 hogares que tienen entre uno y cinco
cochinos, a veces además alguna vaca, un caballo o alguna oveja, pero a menudo
sólo eso. Cabeza del Buey, en cambio, es un caso peculiar de fuerte
especialización en lanar, pero sobre todo con un núcleo amplio de propietarios de
más de mil cabezas, compatible además con la existencia de otros muchos
propietarios medianos y pequeños (compárese por ejemplo con Castuera). A
donde quiero ir a parar es que esta distribución de la cabaña pudo ser muy útil
para alimentar un sentimiento de comunidad, especialmente frente a forasteros
poderosos. De ahí que que en la resistencia frente a los compradores mesteños
(señalados una y otra vez como el enemigo de los vecinos), participara un número
mucho más amplio de vecinos, que –manipulados por los poderosos locales pero
también beneficiados en sus intereses, aunque fueran menudos como la
posibilidad de entrar sus cerdos en las dehesas, o recoger leña, o labrar la porción
de las tierras de tercera parte donde estaba permitido-- hicieron suya la defensa de
los derechos comunes. Derechos, además, que pese a las disputas entre los
pueblos, debieron generar también sentimientos de comunidad entre las 18 villas,
que actúan en muchos casos de consuno y coordinadamente. De hecho, una de los
rasgos más llamativos de este conflicto es cuan a menudo se presenta como una
manifestación de lucha entre los vecinos y los forasteros, en una muestra más de
un "localismo" económico que es parte muy arraigada de la "economía moral" de
los campesinos preindustriales y aún de muchas mentalidades contemporáneas.
Hay que subrayar también que la actitud de las autoridades estatales no es
monolítica: aunque tienden a favorecer los derechos de los compradores (el
reglamento de 1755 es quizá el mejor ejemplo, pero hay más), no renuncian en
ocasiones a criticar sus pretensiones, como hace el Gobernador en 1761,
proponiendo a Madrid que se multe y persiga a los propietarios que intenten
desahuciar de las yerbas a vecinos sin tener ellos necesidad de ocuparlas con
ganados propios.
 Más importante, a menudo ponen coto a estas. En este
sentido, parece obvio recordar que la resistencia de los pueblos a través de los
tribunales no tendría continuidad si éstos no le hubieran dado la razón en repetidas
ocasiones (con la tasa del pasto, el refuerzo de la tercera parte, consintiéndoles
también a ellos dilaciones), al menos tantas como se la quitaron. En general,
parece que los representantes de la Hacienda –el administrador de la real
dehesa—tendían a favorecer a los compradores, como también el gobernador de
La Serena, en su calidad de juez privativo subdelegado. En cambio, desde Madrid,
el propio juez delegado (un consejero de Castilla: primero el marqués de los
Llanos, luego M.Ventura Figueroa) actúa de forma más equilibrada, como
también los consejos de Castilla o Hacienda cuando deben sentenciar. Sin duda,
los pueblos se vieron favorecidos en sus pretensiones por la difusión de lo que se
ha llamado la “crítica antimesteña de la Ilustración”, que iba calando desde
mediados de siglo entre los funcionarios y políticos. El tono del magistrado
Cubeles en 1791 es quizá menos virulento que el de Larruga o Campomanes,
pero no menos antimesteño.
También viene esta historia de La Serena a resaltar la importancia de ese
patrimonio intangible pero en ocasiones muy significativo económicamente que
son los derechos comunales. No sería difícil, partiendo de alguna serie de precios
de pastos, calcular los beneficios directos que para los ganaderos locales supuso el
acceso seguro –en una época de presión sobre la tierra—y barato –en un momento
de costes crecientes—a los pastos de invernada que, no lo olvidemos, eran con
mucho el principal coste de las explotaciones ganaderas. De esos beneficios,
obviamente, sería bueno descontar las minutas de los abogados, que no debieron
ser pequeñas. Ese cálculo revelaría hasta qué punto el derecho de tercera parte se
convirtió en un importante activo económico para los pueblos, y especialmente
sus vecinos más ricos. Y conviene poner este hecho en relación con la dotación de
tierras colectivos –ejidos, propios, dehesas boyales, comunales de varios
pueblos—que era relativamente pobre, y que posiblemente hubiera sufrido un
desgaste en épocas anteriores a la estudiada: retratar sólo esta evolución, sin
subrayar lo que supuso el reforzamiento de los derechos nos llevaría a
conclusiones desenfocadas.
Para terminar, y en relación con lo anterior, me parece importante resaltar que
los derechos –y también las tierras comunales—no son un dato fijo, sino que
cambian a lo largo del tiempo. Aunque se vistan con el ropaje de lo tradicional (y
así se hayan pintado a menudo), tienen mucho de tradición reinventada y
negociada de forma casi permanente. En ese sentido, resulta curioso comprobar
cómo la memoria de estos derechos, muy disputados aún en pleno XIX, se ha
perdido hoy totalmente en La Serena, carentes ya de todo papel económico

 La
indefinición de baldíos, realengos, propios y comunales, pero también fincas
privadas, tienen mucho que ver con esa dinámica, en la que los trasvases de una
categoría a otra son muy frecuentes, como se ha señalado a menudo. Mi
impresión, sin embargo, es que este proceso no refleja ninguna tendencia marcada
a largo plazo –digamos, privatización creciente a lo largo de los siglos modernos,
o conversión de comunales en propios, restricciones cada vez mayores a los usos
comunales—sino que la evolución se mueve al compás de flujos y reflujos, que
deben explicarse a escala local más que regional, y que tienen que ver con los
flujos y reflujos de las coyunturas de expansión o depresión y las cambiantes
correlaciones de fuerza que en ellas se establecen.

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